Igual que las fotografías en blanco y negro que se graban a fuego en la psique de todos los niños israelíes en el Día en Memoria del Holocausto —unas imágenes cuyo propósito es garantizar que nunca olviden lo que se le hizo a su pueblo—, veo ahora las imágenes que llegan de Gaza. Las imágenes de Muselmen, un término cargado de cruel ironía, acuñado en los campos, que significa “hombre musulmán” y se utiliza para describir a esas figuras esqueléticas que se encuentran en las últimas fases de la inanición. Veo cuerpos macilentos de adultos y niños física y mentalmente destruidos, con las mejillas demacradas, los ojos hundidos y una única expresión que es el reconocimiento mudo de la muerte inminente.

Soy la segunda generación de una familia superviviente del Holocausto. Mi padre llegó a Israel con su hermana mayor dentro de la Aliá de “los niños de Teherán” —sí, otra ironía—, así llamados porque viajaron a través de Teherán y permanecieron allí, hambrientos y desamparados, antes de embarcar hacia Palestina. Él tenía seis años y ella ocho. Huyeron de Polonia a Siberia, donde su madre, mi abuela, murió de tifus delante de ellos. Mi padre nunca hablaba de sus experiencias. Pudimos reconstruir los fragmentos de su infancia a partir de las historias que nos contó mi abuelo, que llegó a Israel años después.

Ahora, el mismo país al que huyó mi padre, un Estado fundado como refugio para quienes sobrevivieron al Holocausto, está matando de hambre a niños e impidiendo que los bebés tengan acceso a leche de fórmula. Sus soldados disparan contra las multitudes hambrientas que se amontonan alrededor de los camiones de ayuda para hacerlos retroceder.

Si alguien me hubiera dicho, cuando se fundó este país, que llegaría un día en el que un Gobierno odioso encabezado por Benjamín Netanyahu iba a imponer deliberadamente el hambre en Gaza, me habría parecido inimaginable. Aunque me lo hubieran dicho en hebreo, me habría parecido una lengua extranjera. Los campos de concentración. El asesinato en masa de civiles. La destrucción sistemática de infraestructuras. El hambre como herramienta de dominación. La aniquilación de familias enteras. Creía que estos eran unos horrores que solo existían en el vocabulario histórico alemán.

Sin embargo, el 7 de octubre, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, calificó a todos los gazatíes de “animales humanos” y anunció el asedio total. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, declaró que no se permitiría la entrada de ni un solo grano de comida. Varios generales retirados propusieron la estrategia de matarlos de hambre y elaboraron los planes. Los manifestantes de extrema derecha impidieron el paso de los convoyes de ayuda. Casi ningún periodista alertó a la población. Los principales medios de comunicación dieron pocas informaciones, hasta hace solo unos días. La oposición continúa en silencio.

Y así hemos llegado a este momento en el que mi país está inventando cada día nuevas formas de morir: por bombardeos aéreos, francotiradores, hambre, sed, asfixia o sepultados bajo los escombros. Ahora, con los hospitales en ruinas y tantos médicos asesinados, la muerte llega por falta de atención médica. Los voluntarios extranjeros que han entrado en este infierno cuentan que los trabajadores sanitarios de Gaza han adelgazado hasta 30 kilos. Trabajan envueltos en la bruma provocada por el hambre, mareados después de varios días de subsistir con un solo plato de arroz.

Después de una semana de silencio, mi contacto en Gaza respondió a mi mensaje. “No estoy bien”, escribió. “Estoy exhausto todo el día por falta de comida. Mi estado mental es el peor que he tenido jamás”. Leí sus palabras y lloré. Era lo único que podía hacer por un hombre al que mi país está matando poco a poco. Llorar y escribir. Llorar y protestar. Dos días después, con nuestra mesa de viernes por la noche rebosante, vuelvo a preguntarle. ¿Ha conseguido comer? “Sí”, responde. “Pero solo una vez. Una comida al día”.

La pregunta de cómo sucedió —cómo dejaron los alemanes y los polacos que se desencadenara el horror, cómo vieron el humo de las chimeneas, la llegada de los trenes y la construcción de la maquinaria de la muerte y no ofrecieron resistencia— atormenta a todos los israelíes. Quienes han leído a Primo Levi, el cronista más importante del Holocausto y superviviente de Auschwitz, conocen su advertencia. Pero fue, sobre todo, una advertencia para los judíos: “Porque Auschwitz lo crearon unos seres humanos”, dijo, “y nosotros somos seres humanos”.

Hoy debemos afrontar sin reservas lo que muchos israelíes siguen rechazando con una actitud furiosamente defensiva: que, aunque el Holocausto fue un acontecimiento singular en la historia de la humanidad, es posible cruzar la línea que separa a la víctima del verdugo.

Todavía hay israelíes que no han perdido los rescoldos de la conciencia. Se manifiestan en la calle llevando fotografías de niños hambrientos en Gaza. Cargan con sacos de harina y se arriesgan a sufrir agresiones de transeúntes que les gritan “traidores”. Muchos israelíes, torturados por el recuerdo de la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre, piensan que el Holocausto ha vuelto. Sumidos en el terror y la impotencia, han permitido que esta guerra se convierta en una bárbara cruzada de venganza, al servicio del espejismo de una victoria total. Hay que detenernos, hay que detener a nuestro Gobierno.

Donald Trump y Benjamín Netanyahu —dos líderes carentes de empatía— forman una alianza tóxica. El mundo debe intervenir. Hay que obligar a Israel a inundar Gaza de alimentos. Hay que levantar hospitales de campaña para tratar la desnutrición aguda en los lugares en los que ya no basta con llevar comida y agua. Hay que enviar médicos para sustituir a los que han resultado heridos o han muerto por los ataques israelíes. Israel debe declarar un alto el fuego inmediato, lograr la liberación de todos los rehenes, retirarse de Gaza y, si se le solicita, ayudar a reconstruirla.

Después de todo eso, la sociedad israelí deberá iniciar una larga labor de expiación: un Yom Kippur de un año de duración que incluya el ayuno, la introspección, la confesión, el remordimiento y la petición de perdón.

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