La única vida que se atisba en Sheyaia, en el norte de Gaza, son dos perros vagabundos. Se mueven entre las ruinas de lo que en su momento fue un ajetreado suburbio de la capital con más de 90.000 habitantes. Hoy parece un paisaje lunar, una alfombra de escombros hasta donde alcanza la mirada que, sin embargo, dos soldados israelíes vigilan atentos con el ojo en la mirilla de los rifles. Están apostados en un alto estratégico dentro de Gaza al que ha accedido este periódico, empotrado con las Fuerzas Armadas de Israel, en la primera vez que un grupo de periodistas extranjeros ingresa al enclave palestino desde el inicio del alto el fuego, el pasado día 10.

Sheyaia ocupa (u ocupaba, más bien) seis kilómetros cuadrados. Hoy están integrados dentro del devastado 58% de Gaza al que Israel se replegó al inicio del alto el fuego. No hay fecha para que deje de controlarlo. Prácticamente toda la población (más de dos millones de personas) está en el 42% restante, donde Hamás trata de imponer su autoridad con mano de hierro.

La visita tiene un itinerario estrictamente marcado, cientos de metros dentro de la zona de Gaza bajo control israelí. Si en Sheyaia no hay palestinos, no es solo porque no tendrían dónde resguardarse, tras la sistemática destrucción de todos sus edificios. Es también porque se encuentra al este de la llamada Línea Amarilla que separa las dos Gazas (la que controla Israel y la que no) que ha creado sine die el alto el fuego. Cruzarla hacia el devastado lado israelí es jugarse la vida, como la familia que murió la semana pasada, al hacerlo inadvertidamente en coche para ver si su casa seguía en pie. Lo dijo el ministro de Defensa, Israel Katz: “Todo el que se acerque debe saber que puede resultar dañado”. El diario más leído de Israel, Yediot Aharonot, llama ya a la línea la “nueva frontera efectiva” del país con el ―ahora aún más minúsculo― territorio palestino. El camino en todoterrenos militares hasta allí desde la verdadera valla fronteriza es un auténtico erial.

Desde el alto que vigilan los soldados, puede verse su potencial táctico: está en las partes bajas, controladas desde posiciones militares superiores y cientos de metros más atrás. “Una de nuestras demandas fue que la Línea Amarilla no estuviese en un terreno elevado, sino en un lugar debajo que podamos controlar y no poner en peligro a nuestras tropas”, explica durante la visita un alto mando militar israelí, bajo condición de anonimato. Se asemeja, con una orografía distinta, a la que el ejército israelí mantuvo durante más de una década en el sur de Líbano, hasta su retirada en 2000.

En el alto hay tiendas de campaña castrense de enfermería, camillas para evacuar a los soldados heridos y un grafiti felicitando a un militar por su próxima boda. Es el mismo desde el que los dos principales asesores de Donald Trump para Oriente Próximo y arquitectos de su alto el fuego, Steve Witkoff y Jared Kushner, observaron Gaza cuando entraron la pasada semana. Luego, en una entrevista, Kushner (que mencionó en el pasado el potencial inmobiliario de la costa de Gaza) dijo que “casi parecía que hubiese explotado una bomba nuclear en la zona”.

Desde allí se intuye fácilmente la Línea Amarilla pese a que nada lo indique: hacia el este, todo es destrucción. Se trata del norte de Gaza, la parte de la que Israel desplazó a la fuerza a más de un millón de personas al principio de la invasión y por donde fue avanzando a sangre y fuego.

Muchas de las 300.000 últimas personas que quedaron en el destrozado norte acabaron en Sheyaia porque el resto, como Yabalia o Beit Hanún, estaban incluso peor, pero acabó siendo escenario de intensos combates con las milicias palestinas. El alto mando militar israelí asegura que innumerables casas estaban llenas de trampas explosivas y que las milicias habían excavado túneles (hoy destruidos o inhabilitados) que llegaban a territorio israelí.

Ruinas

La manta de ruinas grises en que hoy consiste no es solo fruto de los bombardeos, ni de los enfrentamientos con los milicianos en las tres invasiones que vivió en 2023 y 2024. Es sobre todo, de explosiones controladas (generalmente, por medio de un robot que echa abajo tres edificios) o directamente con excavadoras.

También al oeste de Sheyaia pueden verse manzanas destrozadas. Son los barrios orientales de Gaza capital por los que iban avanzando las tropas, incluso destruyendo edificios con coches bomba. El objetivo era penetrar al centro de la capital. Aún quedaban cientos de miles de personas en la Ciudad de Gaza cuando el ministro de Defensa advirtió de que todos pasaban a ser considerados como terroristas o cómplices, al haber ignorado semanas de advertencias. Pero Trump impuso de manera exprés su alto el fuego y las tropas israelíes detuvieron allí su avance. Es donde se adivinan bastantes más edificios en pie, justo en el corazón de la capital, al oeste de la Línea Amarilla.

Es, en teoría, una divisoria temporal, pero las condiciones para el próximo repliegue militar israelí son tan vagas y complejas que apunta a convertirse en una nueva frontera de facto, como mínimo durante meses. El Ejército la está marcando con grandes bloques de hormigón amarillos (una decena aguardan frente a la verja fronteriza), pero ha colocado aún menos del 20%, señala el alto mando militar.

El jueves pasado, en un debate sobre la línea en el Gabinete israelí, el vicejefe del Estado mayor, Tamir Yadai, explicó la política que siguen las tropas cuando algún palestino se aproxima: “Si vemos un adulto sospechoso, disparamos. Si vemos un niño en un burro, lo paramos”, según desveló la televisión pública nacional. El ultraderechista ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, protestó: “¿Por qué no disparar a un niño con un burro?”.

Israel solo se plantea nuevos repliegues en un futuro muy condicional: la formación de la fuerza multinacional, el Gobierno tecnocrático y apolítico palestino que gestione los asuntos del día a día y, sobre todo, el desarme de Hamás. Este último es tan vago (siempre habrá vulneraciones o miembros que conserven armas cortas) que plantea un escenario de, fácilmente, años.

“Una barrera alta y sofisticada”

Que, de forma planificada o sobrevenida, acabe convertida en frontera permanente no es ciencia ficción. Si sucediese, señala el mando militar, sería defendible. El corresponsal militar del diario Yediot Aharonot, Yoav Zitun, aseguraba la semana pasada que los “marcadores amarillos podrían transformarse de la noche a la mañana en una nueva valla fronteriza” si “las negociaciones sobre la segunda y la última etapa del acuerdo [de Trump] a largo plazo y el Gobierno alternativo en Gaza fracasan en los próximos meses”. “Posteriormente se convertirá en una barrera alta y sofisticada que reducirá Gaza, ampliará el Néguev occidental y permitirá la construcción de asentamientos israelíes allí, desde Nisanit en el norte hasta las afueras de lo que solía ser [hasta la retirada unilateral en 2005] Gush Katif en el sur. Podría ser la razón por la que, a pesar del acuerdo que liberó a cientos de terroristas asesinos a cambio de los rehenes, los ministros Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir han optado por permanecer en el Gobierno”, señalaba.

Tras analizar vídeos e imágenes satélite de los marcadores de hormigón, el departamento de verificación de la cadena británica BBC ha constatado que el ejército los ha ubicado cientos de metros más al interior de Gaza de la línea. Tiene lógica militar: ganar distancia entre los bloques y una frontera que puede ir para largo. El alto mando militar atribuía la diferencia a diferencias sobre los confines, que nunca han sido difundidos.

Según la información de inteligencia, bajo esos escombros, yacen también algunos de los 13 cadáveres de rehenes que faltan por entregar, señala el mando militar israelí, que apunta a que algunos están en la frontera de la línea. Este lunes, las autoridades de Israel dieron una orden inédita: permitieron a miembros de Hamás cruzarla, junto con la Cruz Roja, al lado bajo control israelí para participar en la búsqueda de los restos.

Virtualmente no hay palestinos al este de la Línea Amarilla. Apenas entre cientos y miles, en una población de más de dos millones, según el alto mando. Son, sobre todo, miembros de los clanes familiares vinculados a la delincuencia y el saqueo de ayuda humanitaria a los que Israel ha venido armando y protegiendo, y contra los que Hamás ha lanzado una brutal campaña de persecución que incluye ejecuciones.

Sin embargo, es donde comenzará la reconstrucción de Gaza, como dejó claro el vicepresidente de EE UU, J. D. Vance, la semana pasada en su visita a Israel. El alto mando militar admite que han empezado ya a “desarrollar infraestructura de agua y electricidad para preparar el lugar para los próximos acontecimientos o fases del alto el fuego”.

Parece el palo y la zanahoria para la población de la Franja. El palo: el bloqueo de la ayuda y la reconstrucción en la zona que controla Hamás hasta que se desarme por completo. La zanahoria, la edificación de los primeros edificios tras dos años de horror y hambre en las zonas que Israel defina como “libres de terrorismo”.

EE UU e Israel ya han señalado, en filtraciones, Rafah (en el sur, también en la zona bajo control israelí y donde está uno de sus clanes más leales, Abu Shabab) como el primer escenario del experimento, aprovechando que está completamente arrasado. Los dos aliados coincidieron en 2024 en definir su toma como una operación pequeña y localizada, después de que el entonces presidente, Joe Biden, marcase como línea roja incumplida una ofensiva a gran escala.

Mover la divisoria

De momento, entre las medidas punitivas que el Gobierno de Benjamín Netanyahu estudia, por el ritmo en el que Hamás está entregando los cadáveres (que considera insuficiente y basado en el engaño), está precisamente desplazar la Línea Amarilla hacia el oeste, según informaba este martes el diario Israel Hayom. Es decir, empequeñecer aún más la parte que no controla de un territorio que, ya antes de la invasión de 2023, era el más densamente poblado del planeta. También valora mantener cerrado Rafah, el cruce fronterizo con Egipto cuya reapertura estaba prevista hace dos semanas); reducir aún más la entrada de ayuda humanitaria (ya por debajo del mínimo que estipula el acuerdo); e incluso retomar Netzarim, el corredor que dividía norte y sur de Gaza.

La Línea Amarilla ha estado en el centro del debate casi desde el inicio del alto el fuego. Primero, porque las dos escaladas de violencia se han producido en la zona bajo control israelí, donde el alto mando militar calcula que quedan aún “unos pocos cientos” de milicianos escondidos en túneles. Hamás ha asegurado no tener contacto con ninguno de ellos y los analistas los ven como una bomba de relojería: ocultos en túneles que las tropas vienen inutilizando a diario, con magras provisiones de comida y bebida que acabarán agotando y, quizás, sin saber siquiera que rige un alto el fuego. Su único horizonte parece rendirse o morir matando.

Es lo que sucedió hace una semana y media. Según el ejército israelí, dos milicianos de Hamás mataron a dos soldados disparando un lanzagranadas (el ejército reaccionó con 153 toneladas de explosivos que mataron a más de 30 palestinos). Y lo que se ha repetido este martes. Las Fuerzas Armadas han lanzado una oleada de bombardeos, que ha matado al menos a ocho palestinos, según las autoridades sanitarias de la Franja, después de que Netanyahu ordenase “ataques contundentes” al denunciar un nuevo ataque contra sus tropas cerca de Rafah.

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