Mariana Gómez, de 73 años, estaba harta de que cada vez que les pedía ayuda a sus nietos con alguna función de su teléfono móvil, en lugar de explicarle cómo resolver sus dudas, se lo hicieran directamente ellos. Por eso decidió coger el toro por los cuernos y apuntarse a las clases de tecnología que impartían en su pueblo de La Albaida del Aljarafe (Sevilla). A Flora López, sevillana de 72 años, le pasaba lo mismo y ha pasado de preguntar a sus hijas a hacerlo directamente a Gemini o ChatGPT o a aprender a través de tutoriales de Youtube. “Ya no me da vergüenza equivocarme”, señala.

Ambas forman parte del 83,2% de los mayores de 55 años que se conectan a diario a Internet, según los datos que maneja el Centro de Investigación Ageingnomics de la Fundación Mapfre y que han roto con los prejuicios del edadismo negándose a ser discriminadas por su edad. “Hay que combatir esa brecha digital, la tecnología se asocia a nuestra edad como un problema, pero eso hay que combatirlo, no tenemos que tener ningún complejo de inferioridad, ni ningún miedo. Uno está siempre aprendiendo, a los 25 y a los 75”, señala Juan Fernández Palacios, el presidente del centro y responsable de la elaboración de una guía para ayudar a los séniores a manejarse con seguridad por la red, utilizando todas las aplicaciones y dispositivos, en definitiva, para ser cultos digitales.

Mariana trabajaba como administrativa. Su primer contacto con la tecnología fue la máquina de escribir eléctrica. “Luego me fui metiendo con los ordenadores, pero en el trabajo no empleábamos mucho las nuevas tecnologías”, cuenta. Flora empezó con ellas cuando se jubiló porque, cuando los ordenadores empezaron a generalizarse en el hospital en el que trabajaba como enfermera, ya le quedaba un año y medio para jubilarse. “Fue entonces cuando empecé, primero con el correo y luego, avanzando, avanzando…”, indica.

La asignatura pendiente de Mariana es la inteligencia artificial, pero ella maneja perfectamente bien su certificado digital, consulta su saldo y realiza todas las operaciones bancarias desde su aplicación, hace bizums y tiene controladas las citas médicas y la fecha en la que caduca su medicación de forma online. Todas esas habilidades, que en el fondo no son más que un refuerzo de su propia autonomía, las ha adquirido gracias a los cursos que realiza desde hace varios años en el Punto Vuela de La Albaida. Esta entidad forma parte de la red pública andaluza de más de 760 centros para la capacitación digital de personas, profesionales y empresas y que, entre otras actividades, ofrece cursos y formación individualizada y colectiva a los mayores de 55 años. Mercedes Olea es la monitora de Mariana y de sus otros compañeros. “Todos llegan diciendo que no son capaces de aprender, con la frustración de que no quieren molestar en casa pidiendo ayuda, pero lo que necesitan es ganar un poco de paciencia y de confianza y en cuanto la obtienen se les olvida el hándicap de que son mayores y ven que son capaces de hacerlo todo”, indica.

Flora también se ha quitado el miedo a equivocarse con los cursos que la Cruz Roja imparte en Sevilla. “Vienen con una desconfianza, primero, en ellos y, luego, hacia la propia tecnología. Esa es una de las principales barreras”, señala Javier López, responsable del proyecto Click-A, de la ONG. La mayoría de los usuarios muestran recelos ante los asuntos bancarios, la compra online y las noticias falsas. “Lo que solemos trabajar son recordatorios, cómo realizar compras, pequeñas gestiones, a comunicarse, buscar información, entretenimiento… Y cuando se familiarizan ya piden más cosas, aprender a hacer presentaciones, algún tipo de edición de imagen o fotografía, vídeos para desarrollar la creatividad personal… Todo en función de sus intereses e inquietudes”, explica López.

Al proyecto Click-A acuden más mujeres que hombres —“Interpretamos que tienen más predisposición a aprender y a dejarse ayudar”, dice López—, personas que jamás ha utilizado la tecnología y otras que sí han tenido contacto con los ordenadores. En general, todas tienen entre los 55 y los 70, aunque también hay alumnas de 87 años “muy interesadas en la banca online”.

El perfil es similar al que acude a los cursos de Olea. “Tenemos muchísimos perfiles, desde Piedad, que tiene párkinson, hasta Elvira, que tiene 83 y sigue activa en el mundo digital”, indica. “Aquí también les damos, en cierta forma, acompañamiento humano y emocional”, abunda.

Las clases, además de para encontrar la empatía en quien les enseña y aprender a ganar autonomía, seguridad y autoestima, también son una oportunidad para relacionarse con otras personas, una comunión que es la que se está analizando en el Proyecto Mentores de la Universidad de Huelva, en el que también trabaja López. “Buscamos la formación de mentores digitales entre adultos mayores para hacer un análisis longitudinal con el estudio de casos grupales sobre el aprendizaje de las nuevas tecnologías entre mayores, en función de si quien enseña es alguien de su misma generación o más joven”, explica.

Humanismo frente al algoritmo

López explica cómo las primeras pruebas constatan un sentimiento “positivo y de bienestar”. Y es esa vertiente del humanismo, que está siendo desvirtuada por la dictadura del algoritmo en las redes sociales, sobre las que llama la atención Carlos Pérez, empresario jubilado, pudoroso con su edad, y fundador de SeniorTic, que también ha asesorado en la guía editada por la Fundación Mapfre. “Cuando nació Internet, era la democracia, donde todos aportábamos un conocimiento que era para todos. Eso ha evolucionado y ahora las plataformas condicionan la navegación y no nos damos cuenta de que al final las decisiones que tomamos no las estamos tomando a favor de nuestros intereses, sino a favor del de otros”, expone.

Para Carlos, ese humanismo debe guiar a todos los usuarios de las nuevas tecnologías y es lo que debe impregnar a los “cultos digitales”, tanto a los séniores como a los más jóvenes, en un mundo acelerado que se mueve a ritmo de clic, muy alejado de la pausa de los babyboomers. “Nosotros nos acercamos al mundo de Internet de una manera acomplejada, actuábamos con la prudencia que teníamos en el mundo analógico, si hubiéramos ido con más inteligencia tendríamos más autoridad para navegar a favor de nuestros intereses”, reflexiona sobre las aplicaciones, creadas en general para satisfacer las inquietudes inmediatas de las nuevas generaciones.

Mariana y Flora usan redes sociales, sobre todo WhatsApp y Facebook, pero Olea obliga a todos sus alumnos a tener TikTok. “Es importante que sepan de lo que se está hablando”, sostiene. Por eso en sus clases también se enseña vocabulario. “Ahora ya sé lo que es un influencer o un hater y entiendo a mis nietos cuando me dicen que no les haga spoiler”, dice la primera. “No nos damos cuenta de cómo en algunas reuniones, si están con gente más joven, de pronto se pierden porque no entienden lo que están diciendo, hay una brecha que se forma de manera inadvertida”, advierte Olea.

Desde que son cultas digitales, Mariana y Flora notan una mayor sensación de integración, no se sienten expulsadas por la tecnología. Al contrario, Flora se encuentra muy cómoda con la inteligencia artificial y allí donde muchos ven prevenciones, ella disfruta de las ventajas de poder resolver asuntos de manera directa y sencilla, solo con la voz o en las aplicaciones de IA. Las redes sociales les han permitido acercar distancias con los suyos, pero esa sabiduría que da la experiencia también les hace estar alerta. “Un mensaje de WhatsApp, a veces, priva de conversaciones que deberían tenerse”, advierte Carlos.

source

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *