Al volante de su viejo Mercedes amarillo, Amadou F. da vueltas en busca de una gasolinera abierta. Son ya las siete de la tarde. En las últimas semanas, el gasoil se ha convertido en un bien escaso en Bamako, la capital de Malí. En la carretera de Koulikoro, decenas de motocicletas hacen una larga cola en una estación de suministro. “Aquí no”, rumia Amadou entre dientes, sin poder ocultar su frustración.

El barrio de Hippodrome y los alrededores de la calle Blablá, otrora el centro neurálgico del ocio nocturno, lucen sombríos. Una noche más en penumbra. El bloqueo al combustible que tratan de imponer desde septiembre los yihadistas que operan en Malí se deja sentir en una ciudad que languidece. Cinco años después de su llegada al poder, aupados por un fuerte respaldo popular —que se ha ido perdiendo— y por su cercanía a Rusia, los militares sufren el desgaste de la asfixia económica de una guerra que no están ganando.

“La estrategia de los yihadistas está clara. No se trata de atacar Bamako o de crear un califato al modo de Siria o Afganistán. Su idea es ahogar al país y generar la inestabilidad necesaria para que el régimen implosione desde dentro”, señala un experto maliense en seguridad, que pide anonimato.

Para lograr ese caos, el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM, por sus siglas en árabe), el principal grupo yihadista que opera en este país de 22,3 millones de habitantes, comenzó el pasado verano una campaña de atentados contra empresas de construcción, cementeras y mineras a la que siguieron sucesivos ataques contra los camiones de combustible que, procedentes de Costa de Marfil y Senegal, abastecen a Malí. Decenas de ellos han sido incendiados en tres meses, lo que evidencia la capacidad operativa de este grupo armado en las regiones de Kayes y Sikasso, al oeste y sur de la capital, respectivamente, hasta este año al abrigo de la ofensiva yihadista.

La electricidad va por barrios. En Quartier du Mali, sede de pequeñas instalaciones industriales, apenas hay apagones, pero en los asentamientos populares de Moribabougou o Faladié los cortes de luz duran hasta 12 horas. Los vecinos adaptan sus vidas a estos vaivenes y aguardan que vuelva la corriente para cargar sus teléfonos o sus baterías.

“Estoy esperando la financiación para instalar placas solares”, dice Seynabou, una joven empresaria. Los ventiladores a pilas, la mayoría de fabricación china, son el nuevo elixir para sobrellevar el calor, y los generadores de quienes se los pueden permitir ronronean en cada esquina. Para luchar contra el mercado negro, donde el precio del litro de carburante se triplica, el Gobierno ha prohibido rellenar garrafas en las gasolineras, lo que complica aún más el abastecimiento.

De vez en cuando, un convoy de camiones cisterna escoltado por los militares logra burlar el bloqueo y se atisba en la capital. La junta militar, en el poder desde 2020, hace enormes esfuerzos para franquearles el paso y presenta cada una de sus apariciones como una victoria. Los malienses saben que la mayoría va a parar al propio ejército y a la empresa pública de electricidad, pero confían en que, aun así, algo llegará a las gasolineras.

“La situación se alivia durante unos días o semanas, pero la normalidad está lejos de recuperarse”, lamenta Amadou F., quien pone en valor que los militares hayan devuelto a los malienses un cierto sentido de dignidad patriótica, pero, al mismo tiempo, reconoce que las cosas no van bien.

En el barrio ACI 2000, cuatro jóvenes de la región de Kayes comparten una habitación de 40 euros con dos colchones en el suelo. Lasana Sylla, de 23 años, estudió Finanzas y, mientras espera una oportunidad para hacer prácticas en alguna pequeña empresa, acaricia la idea de partir a Europa. Muchos de sus amigos emprendieron la ruta hacia Mauritania y de ahí a Canarias.

“Mi familia en el pueblo cuenta conmigo para salir adelante, me llaman a menudo y me preguntan cuándo les mandaré algo de dinero. Pero, en Bamako, si no conoces a alguien, nadie te ofrece un empleo”, asegura. Boudé Fofana ya lo intentó dos veces. “No quiero volver a subir a un cayuco, estuve a punto de morir en el mar”, cuenta. Todos saben que ahora es mucho más complicado atravesar Mauritania, tras la intensificación de los controles. Simplemente aguardan.

Hace más de una década, Mahan Coulibaly llegó de la región maliense de Mopti a Bamako huyendo de la guerra que ya entonces se extendía del norte al centro del país. “Nos acosaban, los yihadistas entraban en los pueblos y lo quemaban todo. Nos fuimos casi con lo puesto”, recuerda. Con su mujer y sus tres hijos vive en una zona de chabolas de Sabalibougou y se gana la vida revendiendo la ropa usada que llega de Europa en grandes contenedores.

Él también espera. “No sé, que las cosas mejoren, que volvamos a tener electricidad, que el país salga de este agujero”, añade. “Los militares nos dieron esperanza pero ahora sentimos que estamos de nuevo amenazados”.

Guerra total

El hombre que hace temblar los cimientos del régimen militar maliense se llama Iyad Ag Ghali. El líder del Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), de 71 años, un independentista tuareg procedente de la región norteña de Kidal que se convirtió en islamista radical, ha lanzado una guerra total contra el general Assimi Goïta, líder de los militares y presidente del país.

La nebulosa yihadista vinculada a Al Qaeda que dirige Ag Ghali en el Sahel ha encajado todos los golpes y se extiende por Malí como una mancha de aceite, atacando aquí y allá a los militares e imponiendo sus normas en las zonas rurales bajo su control, sobre todo en el centro y norte del país, donde obliga a las mujeres a cubrir todo su cuerpo, cobra impuestos e imparte justicia.

La alianza forjada en 2022 entre Rusia y los militares de Malí, que abrió las puertas a los mercenarios de Wagner, hoy Africa Corps, y precipitó la salida de los soldados franceses, ha logrado alguna victoria simbólica, como la recuperación de Kidal por las Fuerzas Armadas. Pero la realidad es que los yihadistas operan cada vez más cerca de Bamako.

Dentro del ejército también crece el malestar. El pasado mes de agosto, 11 oficiales fueron detenidos tras ser acusados de preparar un golpe de Estado y sus rostros exhibidos en la televisión pública. En octubre, en plena crisis del carburante, tres altos responsables militares fueron sustituidos por su incapacidad para controlar las carreteras de acceso a la capital.

Malí se apoya en sus vecinos y aliados Burkina Faso y Níger, controlados también por juntas militares. Los tres países se salieron de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao) y crearon la Alianza de Estados del Sahel (AES) como una estructura de apoyo mutuo que evoluciona hacia un bloque político y económico. La semana pasada, por ejemplo, dieron el pistoletazo de salida a una banca de desarrollo e inversión propias. Acuerdos e intercambios comerciales con Rusia, China, Turquía o Irán les han permitido compensar la pérdida de presencia occidental, pero los malienses se preguntan en silencio si todo ello es suficiente.

Casi nadie se atreve a alzar la voz contra los militares. Quienes osaron hacerlo están en el extranjero o en prisión, como los populares influencers Ras Bath o Rose Vie Chère. La junta ha prohibido toda actividad política pero, aun así, los críticos se organizan en la sombra.

Uno de los más temibles es el imam Mahmoud Dicko, quien desde su exilio en Argelia acaba de lanzar una nueva coalición opositora que llama a los malienses a la desobediencia civil. El hombre que fue decisivo para la caída del presidente Ibrahim Boubacar Keita y la llegada al poder de los militares en 2020 no oculta sus intenciones: que una movilización general logre derrocar a la junta y poner el contador de la transición de nuevo a cero.

Es domingo. En el parque nacional de Malí, un espacio verde dedicado al ocio en pleno corazón de la capital, dos figurantes vestidos de Micky y Minnie reciben a los visitantes. Durante todo el mes de diciembre se celebra el Bamako Parc Magic con desfiles de marionetas gigantes, barbacoas y pequeños estudios fotográficos instalados sobre el césped con sillas doradas y mariposas de luces. Aquí la guerra es solo un eco lejano. Las familias vienen a pasar una tarde tranquila alejadas del bullicio del tráfico y el ruido. Dos jóvenes se inmortalizan cogidos de la mano delante de un contrachapado adornado con animales. “Hoy disfrutamos del momento. Mañana volveremos a pelear por sobrevivir o por lo que quiera que Dios nos quiera enviar”, dice Yahya con una sonrisa.

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