Yemen ahonda su fractura. Desde que los rebeldes Huthi se hicieron con el poder en Saná a finales de 2014 y Arabia Saudí, con apoyo de Emiratos Árabes Unidos (EAU), intervino militarmente en favor del Gobierno legítimo, las divisiones políticas, económicas y sociales se han agravado. El cese de hostilidades de la coalición saudí en marzo de 2022 congeló el frente de guerra: mientras los sublevados controlan el noroeste del territorio, donde viven dos tercios de sus 40 millones de habitantes y se halla la capital, el resto quedó bajo una variopinta coalición anti-huthi con base en la ciudad portuaria de Adén y el objetivo de reunificar el país. Hasta ahora.
Sin apenas repercusión en la prensa occidental, los secesionistas del sur de Yemen, parte del bloque anti-huthi, se hicieron a principios de diciembre con el control de las provincias orientales de Hadramaut y Mahra. Se trata de dos regiones estratégicas por los depósitos de hidrocarburos de la primera (un 80% de las reservas de crudo del país) y por la frontera con Omán en la segunda. Casi de inmediato, el jefe del Consejo Presidencial y primer ministro del Gobierno internacionalmente reconocido abandonaron Adén en dirección a Arabia Saudí, permitiendo que el Consejo de Transición del Sur (CTS), el principal grupo separatista, colocara su bandera en la sede presidencial.
Ese avance apunta a su intención de declarar la independencia. Para algunos analistas, el CTS ha concluido que si puede unir el sur bajo su liderazgo y aislarlo de los Huthi, los ingresos de los hidrocarburos permitirían un Estado viable. De hecho, su líder, el general Aidarus al Zubaidi, ha pedido el apoyo de Occidente con el argumento de que los yemeníes del sur “comparten [sus] valores y rechazan el terrorismo”, a la vez que acusaba al Gobierno de haber abandonado los esfuerzos para recuperar Saná. Mientras, el exministro de Exteriores Khaled Alyemani busca la simpatía de la Casa Blanca con artículos en los que defiende el valor estratégico para Washington de un Yemen del Sur independiente (“ayudaría a asegurar una vía de agua vital sin requerir la presencia de tropas estadounidenses en el golfo Pérsico”) y dispuesto a unirse a los Acuerdos de Abraham.
La vocación secesionista de buena parte de los yemeníes del sur no es nueva. A pesar de la unión en mayo de 1990 de la república marxista que gobernaba el sur con el llamado Yemen del Norte, la integración no funcionó. Ese fracaso se plasmó en una guerra civil cuatro años después y la feroz represión al Movimiento Sureño por el régimen de Ali Abdalá Saleh durante las dos décadas siguientes. Los sureños, que habían vivido en un país propio desde el fin del mandato británico en 1967, se sintieron tratados como ciudadanos de segunda. El CTS ha logrado controlar casi todo el territorio de la extinta República Democrática del Sur de Yemen.
La cuestión es por qué ahora. Motivos internos y regionales se superponen. El CTS, que está financiado y armado por Emiratos Árabes Unidos, justificó su ofensiva en Hadramaut por el despliegue de tropas alrededor de los campos de petróleo de un jefe tribal local, apoyado por Arabia Saudí, donde se ha refugiado tras el incidente. Resulta improbable que Al Zubaidi atacara a una fuerza aliada de los saudíes sin el visto bueno de sus benefactores emiratíes.
En Yemen, como en Sudán, Abu Dabi compite por la influencia con Riad y no es ningún secreto que este, con la mediación de Omán, busca un acuerdo con los huthi para salir de ese avispero, algo que el avance separatista dificulta. Ambos han anunciado negociaciones para rebajar la tensión, pero lo ocurrido transforma su competencia en hostilidad. El CTS ha dado a los emiratíes una baza para obtener un mayor peso en el futuro político del país. La jugada con todo es peligrosa. Si no logran un acuerdo o si sus peones locales (que ya se han enfrentado antes y difieren en sus intereses) se encastillan, el sur más que la independencia se juega una nueva guerra en uno de los países más pobres del mundo.
