Donald Trump se ha dado 15 días para una decisión que puede ser la más importante de su vida. Quizás de nuestras vidas. Según una vieja y acertada sentencia, se sabe cómo empiezan las guerras, pero nunca cómo terminan. Cualquier imprevisto puede cambiar su curso y convertir las victorias en derrotas. El momento actual es trágico, con el mundo pendiente de un personaje amoral, al que no adorna ninguna virtud cívica, política o intelectual. Él solo decidirá si mantiene su inverificada vocación de pacificador o prefiere convertirse en un presidente en guerra. Es decir, si opta por la vía diplomática o por el lanzamiento de bombas de 14 toneladas sobre la instalación subterránea de Fordow, donde Irán enriquece el uranio, convirtiéndose así en beligerante de la nueva e imprevisible contienda en curso.
Este tiempo le servirá para construir el consenso en el campo republicano, actualmente muy dividido, y tantear incluso al Congreso para que dé su aprobación o frene el ataque, según convenga a sus caprichosos designios. Muchos juristas consideran imprescindible la participación de la institución parlamentaria en la declaración de guerra. También abundan los antecedentes contrarios, reforzados por el desdén trumpista hacia el Congreso, tal como demuestran los innumerables decretos presidenciales que invaden inconstitucionalmente sus competencias. En tal caso puede dar por enterrados su mágico “arte del trato” y su soñado premio Nobel para situarse junto a los presidentes belicistas que tanto había criticado, como George W. Bush, que dilapidó vidas y presupuestos en Afganistán e Irak, donde no se consiguió la construcción de democracias, sino humillantes retiradas.
Estos días deberá meditar sobre las consecuencias de su participación en la guerra. Peligrará el suministro de petróleo a través del estrecho de Ormuz, con desagradables repercusiones sobre los precios de la energía y la inflación. Las numerosas bases de Estados Unidos en la región se ofrecerán como blanco de ataques iraníes o de grupos terroristas afines. Está asegurada la inestabilidad en el entorno musulmán donde hay minorías chiíes. Netanyahu deberá convencer a Trump para completar sus objetivos bélicos, especialmente el principal, que es destruir Fordow, solo posible con las bombas americanas. Otros objetivos, como la anulación de las capacidades aéreas, misiles, antimisiles y aviones iraníes, dependen solo de Israel. El cambio de régimen, que también se propone Netanyahu, constituye un incentivo negativo para Trump. Como la amenaza a la vida de Jameneí, parecen más bien armas retóricas del arsenal de la diplomacia por la fuerza, puesto que inducirían una implosión de Irán quizás más peligrosa que la actual dictadura.
Trump presenta este lapso como el plazo para una rendición sin condiciones. Es claramente un ultimátum. Tras la experiencia de Ucrania, a nadie puede extrañar que imponga a Irán unas exigencias equivalentes a la aceptación de todas las pretensiones del adversario. Solo los europeos pretenden corregir este miserable arte del trato, que es débil con el fuerte y fuerte con el débil y se ha aplicado ya a los ucranios y, por supuesto, a los palestinos. La tregua no afecta a la guerra en curso, pero su marcha incidirá en la decisión de la Casa Blanca. Cuanto más debilitado quede Irán, más tentadora será la opción de una rápida operación de gran cirugía balística, para declarar luego la victoria y lavarse las manos sobre el futuro. Washington tiene tiempo mientras tanto para prepararse para lo peor y desplegar toda su fuerza en Oriente Próximo, incluyendo al portaviones Nimitz que estaba en el Pacífico. Es también la última oportunidad para la diplomacia europea, detestada por la Casa Blanca y marginada tanto en Ucrania como en Oriente Próximo.
A Trump le basta con que Irán abandone su programa nuclear, pero Teherán reivindica el derecho a enriquecer uranio para la producción de energía nuclear civil, algo que los negociadores de Washington aceptaron en los primeros contactos y rechazaron más tarde ante la presión de Netanyahu. Esta pretensión podría satisfacerse con inspecciones rigurosas y un sistema de enriquecimiento consorciado internacionalmente, sea en Irán o en otro país vecino. Tan razonable vía estaría en línea del acuerdo multilateral obtenido por Obama en 2015, que funcionó correctamente hasta que Trump lo rompió y abrió el portillo a los halcones de ambos bandos. A los iraníes para reavivar el programa militar y a Netanyahu para planificar la actual guerra.
Por una vez y a pesar de todo, Trump ha tomado una buena decisión. Es una proeza que se dé tiempo para pensar, una actividad muy rara en su caso. Según sus palabras, el jueves pasado todo parecía decidido. Muchos temían que hoy domingo despertaríamos en plena escalada guerrera y con el mundo árabe y musulmán incendiado. Podemos respirar entre tanto, pero nadie puede excluir un súbito arranque de un personaje tan atrabiliario, narcisista e impredecible como propenso al acobardamiento, la rabieta y el engaño.