El Dalái Lama cumple este domingo 90 años, y la celebración a lo largo de esta semana ha venido acompañada de la revelación del plan de sucesión tras su muerte, lanzando un claro desafío a China. El líder espiritual del budismo tibetano, que vive exiliado en la India desde 1959, aseguró el pasado miércoles que se reencarnará, y que su comunidad en el exilio tendrá la “autoridad exclusiva” para identificar su reencarnación. Pero su hoja de ruta choca con las intenciones de Pekín, que pretende mantener el control de los pasos para elegir la reencarnación, y asegurarse así un próximo líder religioso afín.
“La institución del Dalái Lama continuará”, anunció Tenzin Gyatso (su nombre espiritual) en un mensaje de vídeo emitido durante un cónclave, al que asistieron más de 100 monjes y famosos como Richard Gere, en Dharamsala, la ciudad situada en las estribaciones del Himalaya, en el norte de la India, donde se encuentra el Gobierno tibetano en el exilio. La fundación Gaden Phodrang, creada para mantener y apoyar la tradición y la institución del Dalái Lama, será la autoridad exclusiva para reconocer su futura reencarnación, en consulta con los jefes de las tradiciones budistas tibetanas. “En consecuencia, deben llevar a cabo los procedimientos de búsqueda y reconocimiento de acuerdo con la tradición del pasado”, agregó, sin dar detalles concretos. “Nadie más tiene autoridad para interferir en este asunto”, cerró el comunicado, sin mencionar a China de forma explícita. Este sábado, en la llamada ceremonia de larga vida (tenshug) celebrada en su honor en su residencia de Dharamsala, afirmó: “Deseo vivir otros 30 o 40 años más. Nuestras oraciones tienen su fruto”.
Pekín, que considera al 14º Dalái Lama un “separatista” disfrazado de religioso, replicó de inmediato que la reencarnación deberá cumplir con los “requisitos de búsqueda dentro del país [China]”, además de seguir el proceso de “sorteo en una urna dorada” (un ritual que se remonta al siglo XVIII, durante la dinastía Qing), y contar con la preceptiva “aprobación del Gobierno central”, dijo el miércoles Mao Ning, portavoz de Exteriores.
El método de la urna dorada existió, ha sido usado en el pasado, y las autoridades comunistas comenzaron a argumentar su legitimidad en los años noventa, allanando el terreno para el futuro. “De repente, los funcionarios chinos de propaganda se decantan por esta versión de la historia, y luego la convierten en ley. Dicen que así es como siempre ha sido y como tiene que ser”, explica al teléfono Robert Barnett, un estudioso del Tíbet de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS, por sus siglas en inglés) de Londres.

En una reciente visita de EL PAÍS a Lhasa, la capital de Tíbet, una funcionaria local recordaba cómo se usó este procedimiento, cuando era pequeña, para elegir al sucesor del 10º Panchen Lama, la segunda autoridad del budismo tibetano. “Se elige a varios niños de alma reencarnada, y ponen su nombre en un palo, y los depositan en una urna dorada”, narraba mientras caminaba entre las cámaras en penumbra del templo de Jokhang, el más antiguo y sagrado de la ciudad; las estancias laberínticas estaban envueltas en el denso olor a mantequilla de yak quemada y repletas de devotos y turistas. Continuó: “Vienen figuras respetadas del budismo tibetano, cantan sutras y finalmente sacan lotes de la urna, y así es como lo hicimos para elegir al 11º Panchen Lama”. Cuando se le pregunta si ese es el caso del lama desaparecido, replica: “Sí, eso dicen los rumores”.
Para entender hasta qué punto está dispuesto a llegar el Gobierno chino hay que recordar bien el caso. Tras la muerte del 10º Panchen Lama, en 1989, el Dalái Lama nombró como sucesor a un niño de cinco años nacido en China. Tres días después, el niño y su familia fueron sacados de su aldea por miembros del Gobierno chino, y Pekín lo sustituyó por otro monje afín. A aquel otro niño no se le ha vuelto a ver, y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos lo considera un caso de “desaparición forzosa”. En 2020, las autoridades informaron de que había cumplido 31 años, superado la prueba de acceso a la universidad y contaba con un empleo. Ni él ni sus familiares deseaban ser molestados en sus “vidas normales”, aseveró un portavoz.
El nombrado por Pekín, que nunca ha sido reconocido por el Dalái Lama, es un miembro veterano de la Conferencia Consultiva (un órgano asesor del Legislativo chino) y, en junio, mantuvo un encuentro con el presidente chino, Xi Jinping. Le aseguró que “apoyaría firmemente el liderazgo del Partido Comunista de China y salvaguardaría con determinación la unidad de la patria y la solidaridad de las etnias”, según la agencia oficial Xinhua. Xi le habló de la necesidad de impulsar la “sinización [asimilación] de la religión en China”.
El académico Barnett cree que el Dalái Lama ha dado el paso de esbozar un plan de reencarnación “forzado” por Pekín. “China ha dicho que no puede elegir, y por lo tanto él tiene que hacer una declaración reafirmando su derecho a ser la persona que decide”. También cree que su comunicado deja la puerta abierta a una posible negociación con China.
El choque corre el riesgo de ir más allá de lo religioso, y de escalar hasta convertirse en un conflicto de implicaciones geopolíticas, al involucrar a la India (que acogió a los tibetanos exiliados y mantiene con China una tensa relación fronteriza) o a Estados Unidos, tradicional sostén de las reivindicaciones tibetanas, que denuncian la vulneración de derechos humanos en la Región Autónoma de Tíbet por parte de Pekín. Las zonas tibetanas, que se extienden por otras provincias y abarcan hasta un cuarto del territorio chino, son además el origen de casi toda el agua del país. “Es un área muy sensible, estratégica política y militarmente”, resume Barnett.
La batalla, en el fondo, es por la influencia espiritual en una zona clave, pero volátil y atravesada por un conflicto étnico y religioso, que ha vivido estallidos de violencia y choques con las autoridades en el pasado.
Es difícil, para un reportero occidental, evaluar la influencia actual del Dalái Lama en Tíbet. O predecir entre sus fieles la influencia de una futura reencarnación aprobada desde el exilio. Solo se puede viajar a la zona de la mano del Gobierno chino (EL PAÍS estuvo en un viaje organizado en marzo). Todo lo que tenga que ver con el Dalái Lama es un asunto delicado. La bandera tibetana ―considerada un símbolo separatista por parte de las autoridades chinas― está prohibida, y uno se puede buscar un lío solo por tener una foto de Tenzin Gyatso.
No cuelga ningún retrato suyo en el Palacio de Potala, el majestuoso edificio de muros blancos y granates coronado por tejados de oro, que fue su residencia en Lhasa, la capital de Tíbet, hasta su huida al exilio. Pero, a sus pies, en una plaza donde Pekín conmemora a “los siervos liberados” tras su marcha, se yergue, en cambio, una enorme efigie de Xi Jinping. El Partido Comunista es omnipresente en la región, y en la ciudad. Hay comisarías en cada esquina. Para acceder a las inmediaciones del templo de Jokhang, hay que superar exhaustivos controles policiales. Alrededor del recinto, pasean los fieles haciendo girar la rueda mani de oración tibetana con un balanceo de muñeca, y se postran los peregrinos arrastrando su cuerpo por el suelo. “No sé de esas cosas”, se escabulle, temeroso, un monje de 27 años al ser preguntado si cree que algún día el Dalái Lama volverá a su tierra.
Ya en el interior del templo, el monje designado por las autoridades para hablar con la prensa cumple a rajatabla con los enunciados de Pekín: “Para la reencarnación se deben seguir la convención histórica y todos los rituales religiosos y, especialmente, la ley de la República Popular de China”, afirma La Ba, uno de los monjes responsables del templo. Los rituales, insiste, “deben ser reconocidos por el Gobierno central”.