La creatividad de las autoridades rusas para pensar nuevas medidas represivas es incontestable. Proscribir el satanismo, así, en general, multar por googlear “Navalni” y bloquear las llamadas de WhatsApp con el fin de forzar a sus ciudadanos a utilizar su software espía, el servicio de mensajería Max, son algunas de sus últimas iniciativas. Las nuevas leyes del Kremlin que entrarán en vigor este 1 de septiembre han sido redactadas de forma vaga para ser empleadas de forma arbitraria por sus fuerzas de seguridad. Tras haber barrido a la oposición, también le ha llegado su turno a la élite rusa, y el putinismo se cimenta entre leyes y rejas. El Gobierno ha anunciado también la construcción de más centros de detención preventiva, su particular archipiélago SIZO, como se conocen estas prisiones en Rusia.
El autor de Archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn, bendijo la presidencia de Putin antes de su muerte en 2008. 17 años después, y con el presidente todavía al timón del país, su primer ministro, Mijaíl Mishustin, ha anunciado la salida definitiva de Rusia del convenio europeo para la prevención de la tortura. Gracias a este tratado, Moscú permitía el acceso de una comisión independiente a sus cárceles e instituciones psiquiátricas hasta el inicio de la invasión de Ucrania. “No logró una mejora sistémica, pero al menos generó un debate sobre las condiciones en las prisiones rusas”, señala por teléfono Dmitri Anísimov, portavoz de OVD-Info, organización independiente que vigila la represión política en el país.
La renuncia del convenio se ha conocido al mismo tiempo que Moscú ha anunciado la construcción de 11 nuevos centros de detención preventiva —conocidos como SIZO— y ha triplicado de 105.000 a 359.000 millones de rublos —de 1.100 a 3.800 millones de euros— su presupuesto para prisiones para la próxima década.
La guinda es que Putin ha devuelto al sucesor del KGB, el Servicio Federal de Seguridad (FSB), el privilegio de poseer sus propios centros de detención sin ninguna supervisión externa. Un poder que el espionaje ruso perdió en los años noventa, cuando el país se abrió a Europa y tuvo que acatar ciertos requisitos mínimos de derechos humanos, como suspender la pena de muerte y transferir la gestión de estas cárceles a agencias independientes.
“Se le quitó el control al FSB para que los investigadores no pudieran presionar a los acusados en las celdas”, afirma Anísimov. “Es probable que los presos políticos acabarán en esas cárceles. Todavía no sabemos cómo operarán, pero se hará más difícil la entrada de los defensores de derechos humanos y abogados, y habrá más casos de torturas”, advierte el portavoz de OVD-Info.
Uno de los centros de detención más conocidos es el de Lefórtovo, en Moscú, al haber pasado por sus celdas muchas figuras de la oposición rusa. “El FSB ya lo controlaba de facto. Ahora se asegura tener vía libre”, dice a este periódico una abogada. OVD-Info estima que hay 1.586 presos políticos en Rusia. La relatora de la ONU para los derechos humanos en Rusia elevó esta cifra por encima de los 2.000 en febrero de este año.
Las paredes escuchan
El 1 de septiembre entrará en vigor un nuevo delito bajo el título “Buscar material manifiestamente extremista y acceder a él”. En principio, la ley solo prevé multas de hasta 5.000 rublos —53 euros—, pero la experiencia demuestra que una ley que comienza siendo suave, como la de los agentes extranjeros, puede acabar siendo un arma implacable en manos del Kremlin.
En Rusia hay unos 5.500 artículos y organizaciones declaradas extremistas por el Gobierno, desde el “movimiento internacional LGTB” [una abstracción que en la práctica supone perseguir todo lo relacionado con estas personas] a la organización del disidente Alexéi Navalni o Greenpeace. De hecho, también son consideradas extremistas las redes sociales más populares, Instagram y Facebook. Uno de los promotores de la ley, el senador Artiom Sheikin, ha prometido que acceder a estas plataformas mediante una VPN no será castigado. Promesa de palabra de un régimen que hoy encarcela a sus ciudadanos por memes publicados hace una década.
“Existen dos interpretaciones de esta ley”, dice Anísimov. “Una se limitaría a estos artículos en concreto, pero la otra se extiende a la búsqueda de cualquier contenido que promueva o justifique la actividad extremista. La vaguedad de su redacción hace que las fuerzas de seguridad pueden usar esta prohibición a su antojo”, añade.
Para el portavoz de OVD-Info, esta ley es “un ejemplo perfecto de la legislación represiva en Rusia”. “Puede ser utilizada contra cualquier persona con fines políticos, aunque no se aplica masivamente. Se usa en casos puntuales con severidad para intimidar a los demás”, explica.
Otra derivada totalitaria de esta ley es que las fuerzas de seguridad tienen acceso a las búsquedas de sus ciudadanos gracias a las operadoras de telecomunicaciones y las plataformas de servicios rusas. Esta semana se ha conocido que el Google ruso, Yandex, ha sido condenado por negarse a dar acceso al FSB al sistema de altavoces inteligentes doméstico de un usuario.
Aun así, las autoridades rusas trabajan constantemente en mejorar el espionaje de sus ciudadanos. Desde este verano han bloqueado las llamadas de WhatsApp y Telegram [con el pretexto de las llamadas de estafadores, aunque estas siempre son por teléfono tradicional] y a partir del 1 de septiembre todos los dispositivos tendrán que tener instalado el servicio de mensajería promovido por el Gobierno, Max. Bien porque vendrá instalado por defecto en las tiendas, bien porque todas las gestiones con la administración y los chats de colegios y empresas han sido movidas a esa plataforma, la cual tendrá acceso a todos los contactos y documentos del teléfono.
Además, desde el 1 de septiembre estará prohibido dar a conocer servicios VPN que no estén aprobados por Roskomnadzor, el organismo vigilante de Internet del Putinismo. Las VPN proscritas pueden ocultar la navegación del usuario a ojos del FSB, y desde ahora su uso será considerado una agravante en las condenas.
Por si toda esta intrusión fuera poca, los inmigrantes de países que no necesitan visado de trabajo, como Bielorrusia y las repúblicas de Asia Central, tendrán que tener instalado obligatoriamente en el móvil otro programa que informe de su geolocalización a partir de septiembre.
Nadie está a salvo
Serguéi Markov, politólogo y exasesor del presidente ruso, clamaba esta semana en su propia defensa: “¡Todo son mentiras! ¡Son deepfakes [vídeos y audios manipulados]! Todos saben que Markov es un patriota ruso y un firme partidario de Putin. ¡Creo en Rusia! ¡Apoyo a Vladímir Putin!”. El experto, un habitual en los medios del Kremlin hasta hace una semana, de pronto ha sido etiquetado agente extranjero por las autoridades, y sus excompañeros de televisión le acusan de cobrar sobornos de Gobiernos extranjeros.
Esta marca negra ya hacía la vida imposible a sus víctimas. Por ejemplo, prohibía participar en la vida política y obligaba a etiquetar cada publicación en Internet bajo amenaza de multa solo por el hecho de ser considerado “bajo influencia extranjera”. Sin embargo, una nueva ley lleva esta etiqueta más lejos.
A partir del 1 de septiembre, los ciudadanos etiquetados como agentes extranjeros tendrán prohibido participar en cualquier actividad divulgadora y educativa. Como resultado, las librerías que se atrevan a distribuir sus obras perderán todas las ayudas estatales y tendrán vetada la venta de libros a colegios y bibliotecas. Esta proscripción ha provocado que los libreros intenten deshacerse de estas obras con descuentos del 20% al 50% estos días.
El 1 de septiembre también arranca el nuevo curso escolar. Los colegios reducirán sus horas lectivas de idiomas extranjeros mientras aumentan los contenidos sobre la invasión de Ucrania y sus “glorias militares”. Una de sus asignaturas plagadas de propaganda ultranacionalista, Conversación sobre lo importante, se extenderá por primera vez a las guarderías. En ella se enseña a morir por la patria y se ensalzan los supuestos “valores tradicionales” que Putin dice defender frente a “la decadencia” de Occidente.
Esta cruzada ha alcanzado cotas absurdas este verano con la catalogación del “movimiento satánico internacional” como “extremista”. Se trata de un concepto abstracto que los juristas no logran concretar. Una canción del Príncipe de las Tinieblas Ozzy Osbourne o una captura de pantalla de la saga Diablo pueden ser perfectamente punibles.
Esta semana un hombre de la región de Kurgán, en los Urales, ha sido el primer ciudadano multado por extremismo satánico por tener una imagen de un demonio en VKontakte, el Facebook ruso. La multa, de 1.000 rublos (11 euros) es simbólica, aunque una acumulación de faltas puede llevar a investigaciones peores, especialmente si se trata de “material extremista”.
Los rusos tendrán que andarse con ojo. Una de las fiestas más populares en el país, Halloween, está cerca. Disfrazarse de demonio puede ser considerado delito y la policía hace redadas desde hace dos años en fiestas, especialmente liberales y LGTB. Un referente espiritual de Putin, el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Kirill, condena estos disfraces al mismo tiempo que ensalza la muerte en el frente. “Gracias a Dios la propaganda LGBT ya está prohibida. Sin embargo, es importante ir más allá”, dijo el clérigo el año pasado cuando exigió acabar con Halloween, “esa horrible bacanal traída desde el extranjero y ajena a nuestros valores tradicionales”.