Juan Carlos Blanco (Ginebra, 58 años) padece el mal del buen periodista: ha tocado —incluso simultáneamente— todos los palos de la comunicación: radio, prensa escrita, consultor institucional y empresarial y analista de la actualidad política en tertulias de televisión. Toda esta experiencia le ha servido para volcarla en otro palo más: la docencia. Para sus alumnos del Centro Universitario EUSA en Sevilla, la primera asignatura que impartió fue De Guttenberg a Zuckerberg, alfa y omega de la democratización de la información. En paralelo a pregonar las virtudes de la nueva sociedad de la comunicación, descubrió los monstruos que habitan la cara oculta de la transformación digital: la pérdida de concentración, la violación masiva de nuestra privacidad, la precarización del trabajo, la gran crisis de los medios convencionales y, ante todo, el deterioro de la democracia. Son los cinco pecados capitales de esta nueva confesión que deposita su fe en Internet, las redes sociales y las empresas tecnológicas. Lo denuncia en el libro La tiranía de las naciones pantalla (Akal, 2025).

Pregunta. De los cinco pecados capitales, ¿por cuál empezaría usted a confesarse?

Respuesta. Pues, seguro, como padre, por el de la distracción, la desconcentración y la tensión, porque me parece que está modificando la conducta de muchísimas personas para mal. Y luego, desde el punto de vista de ciudadano, el de la política. El fentanilo de la democracia son las redes sociales. Nos tiene que preocupar cómo se ha erosionado la conversación pública.

P. ¿Y cuál es el propósito de enmienda más urgente?

R. Primero, pensar nuestra relación con las pantallas. Al final, estamos hablando de muchos pecados capitales y podrían ser muchísimos más. A partir de ahí, yo creo que el más urgente, en ese repensado de nuestra relación con las pantallas, es el de nuestro tiempo de uso y consumo. Y, en segundo lugar, el de qué es lo que consumimos. ¿Cuál es nuestra dieta cognitiva? No podemos tragarnos todo lo que nos echen a través de la pantalla, del mismo modo que un padre no puede alimentar a su hijo solamente con palmeras de chocolate.

P. Le dedica un capítulo a los arrepentidos de Silicon Valley. Esas mentes, las más brillantes del planeta, desperdiciando su talento en conseguir que la gente clique clickbait. No sé si es exagerado compararlos con Oppenheimer, que vivió arrepentido por haber creado la bomba atómica y luego militó por una regularización estricta de las armas nucleares.

R. Es un fenómeno clásico. Mentes muy brillantes, innovadoras, disruptivas, que son capaces de repensar y cambiar el mundo, pero que en un momento dado se dan cuenta de que el impacto de su invención se puede utilizar para fines que les resultan completamente aborrecibles. Ahí hay un cierto juego de palabras, los arrepentidos, como si se tratara de una organización delictiva. No es una organización delictiva, pero sí quiero hacer ver que mucha gente, hasta que no llegó el momento, no se dieron cuenta de que la dimensión, el impacto en las vidas de millones y millones de personas estaba destrozándole también la vida a esos millones y millones de personas. Y decidieron retirarse, cambiar o incluso evangelizar en contra de lo que habían hecho.

P. Cita usted al inventor del scroll infinito, Aza Raskin, que reconoció que había inventado la cocaína de la conducta. Una estrategia para mantenernos enganchados permanentemente a las pantallas.

R. Absolutamente enganchados. Hoy en día tenemos que entender una premisa básica. Esto se trata de dinero, es una cuestión de negocio. Las plataformas ganan dinero con la publicidad programática. Y para que la publicidad programática funcione bien necesita captar nuestra atención el mayor número de horas diarias posible. Para ello se utilizan sistemas de adicción, que son los sistemas de persuasión variable que se utilizan en las máquinas tragaperras y en los casinos. Generan una adicción que hacen que te comportes como un hámster continuamente metido en la pantalla. Es un modelo de negocio. Pero un modelo depredador que destroza nuestra atención a cambio de lograr inmensas ganancias para estas mismas plataformas.

P. Esto ha traído consigo uno de los cinco pecados que analiza: la pérdida de concentración. En especial entre los más jóvenes. ¿Cómo se convence a un chaval de que todo esto de lo que usted alerta no es una matraca de abuelo cebolleta?

R. Como bien planteas, esto no va de que un señor mayor le diga a un chico de 15 años que debería de usar menos las redes sociales. Se trata de que la conversación pública termine contándole a estos chicos que quizás su relación con las pantallas empieza a ser tóxica. Y sobre eso sí hay otro particular que es importante. Más allá de esa conversación inter pares, la conversación entre amigos, luego hay una realidad que también defiendo en el libro: ¿Y las administraciones? ¿Es que no vamos a hacer nada?

P. ¿Qué se le pasa por el cuerpo cuando ve en una reunión a niños que no hablan entre ellos mientras cada uno mira la pantalla de su móvil?

R. Yo no me imaginaba que podríamos llegar a este punto en el que hay chicos y chicas que se comportan como zombis digitales en sus relaciones personales. En el libro cuento anécdotas sobre eso que cualquier lector de esta entrevista se puede identificar. De ver a siete u ocho chicos jóvenes de 17, 18 años tomándose una cerveza y durante una hora no dirigirse la palabra a los unos a los otros. Yo no me resigno a que eso sea una realidad cotidiana. Pero ojo, que le pasa a los chicos jóvenes y nos pasa también a los cincuentones.

P. Y sobre la pérdida de privacidad, ¿no somos conscientes o toleramos demasiado?

R. Ambas cosas. La primera, toleramos alegremente la violación de nuestra privacidad a cambio del entretenimiento infinito que nos proporcionan estas plataformas. Hemos sido cooperadores absolutamente necesarios. ¿Por qué? Porque hemos pensado, primero, que nos ofrecen información, entretenimiento y herramientas muy útiles de manera infinita y no nos hemos resistido a la tentación. Y en segundo lugar, porque no hemos sido completamente conscientes de que era una violación de parte de nuestra privacidad. Y hoy en día, mucha gente ni sabe que la monitorización y vigilancia es constante por parte de estas plataformas. Pero no por intereses políticos, sino puramente mercantiles. Somos un producto al que hay que exprimir para sacarnos todo el dinero posible.

P. Este nuevo orden social y económico ha alumbrado una nueva especie: una constelación de influencers y agitadores que elevan su voz desde las redes sociales. ¿Cuáles son las rendijas por las que se han colado estos personajes?

R. No son unas rendijas, son unas puertas más grandes que el acueducto de Segovia. Hemos abierto todas las puertas, acueductos y autopistas posibles para que entren por ahí todo tipo de especímenes que nos ofrecen respuestas fáciles a problemas complejos, o que tienen una enorme capacidad comunicativa, una enorme capacidad de enganchar con discursos simplones pero profundamente emocionales y que conectan con la comunidad. ¿Por qué? Porque, entre otras cuestiones, en las pantallas no hay filtro, no hay verificación, no hay contrastación y cualquiera capaz de contar una buena historia es capaz de enganchar a las personas, aunque esa historia sea falsa o esconda un discurso radical que podemos rechazar la mayoría. Hoy internet está lleno, por ejemplo, de machirulos con un micrófono que montan un podcast, pero también de profetas que, desde la ignorancia, son capaces de dictarte las leyes de la sociedad y lo aceptamos con la naturalidad con la que podríamos ir a tomarnos una cerveza.

P. Usted describe como realidad lo que planteó Orwell como distopía casi al pie de la letra: una sociedad donde se manipula la información, se practica la vigilancia masiva y la represión política y policial. Lo único que Orwell no vio venir es que el poder político sería sustituido por el poder de las tecnológicas.

R. Orwell, si se levantara de la tumba, se volvería a meter en ella del susto que le daría. Porque, entre otras cosas, estamos convirtiendo Black Mirror, una serie de ficción, en un documental. Por desgracia, las distopías del siglo XX se están cumpliendo de forma acelerada las tres primeras décadas del siglo XXI. Y eso sí que no lo vimos venir. Lo que pensábamos que era ciencia ficción lo hemos convertido en realidad. ¿Por qué? Porque, entre otras cosas, alegremente hemos aceptado que no se puede frenar la innovación. Y lo que yo sostengo es que, si tú no pones reglas, esas innovaciones devienen en monstruos que no somos capaces de controlar.

P. ¿Existen herramientas para que el ciudadano se proteja de las naciones pantalla?

R. Pues precisamente este libro nace del asombro de que no estemos discutiendo sobre todo esto. Parte del asombro de que no hablemos sobre la desconcentración, de que no consideremos que uno de los dos o tres primeros grandes asuntos del mundo sea qué está pasando con la expansión infinita de la desinformación. O que aceptemos con naturalidad que nuestra privacidad está en manos de un oligopolio tecnológico. Y creo que, como ciudadanos, no podemos resignarnos. Me parece que es el punto de partida para que intentemos tener esa nueva relación con la pantalla. Estamos viviendo un sarampión digital: realmente nuestra relación con las pantallas es propia de adolescentes que están entrando en la edad adulta de la era digital, sin ser capaces de controlar las herramientas con las que nos manejamos en el día a día.

P. ¿La solución pasa por una rebelión personal de cada individuo o deberían intervenir las administraciones?

R. La respuesta tiene que ser más compleja. Tiene una respuesta individual y tiene una respuesta colectiva. En la respuesta individual hay una cosa que quiero contarles a los lectores de esta entrevista: existe una función en el teléfono que mucha gente desconoce, que es la de apagarlo. Es decir, apague usted el móvil. ¿Le obliga alguien a comer con sus hijos viendo Twitter? ¿Le obliga alguien a ver una película y consultar Instagram a la vez? ¿Le obliga alguien a estar viendo TikTok mientras está con sus amigos tomándose una cerveza? ¿A que no? Pues hágalo. Vuelva usted a ser un humano. Y luego está la respuesta colectiva: administración, ayúdenos. Los Estados tienen la obligación de imponer ese freno. Nosotros como ciudadanos no somos capaces de frenar a las corporaciones con mayor poder económico que ha dado hasta el día de hoy la historia de la humanidad, que son las corporaciones tecnológicas, incluso por encima de las petroleras.

P. Y ya por último, los que le conocemos sabemos que fue un gran entusiasta de la revolución digital. ¿Cuándo y por qué se cayó del caballo?

R. No me caí del caballo. Pero como cualquier otro ciudadano, lo que empecé a ver es qué había detrás de esas plataformas. Y como periodista, creo que mi obligación también es mirar qué es lo que hay, analizarlo, ponerle contexto y entender que hay mucho de positivo. No soy ningún conspiranoico, yo creo en la transformación digital, pero no me resigno y denuncio los aspectos más tenebrosos. Este doctor Jekyll tiene un Mr. Hyde y no podemos mirar para otro lado con las consecuencias tóxicas del abuso no sólo de las pantallas, sino de los dueños de esas pantallas y de los dueños de las plataformas. Porque aspiro a que las sociedades las sigan gobernando los seres humanos y no los algoritmos.

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