Europa es la sexta luna de Júpiter. Y es también la historia de un dios tan enamorado de la hija de un rey que se transforma en toro para raptarla. Pues bien, ese accidente de coche a cámara lenta que es el trumpismo acaba de arrollar al toro y de eclipsar la luna. Con muy poco: con la foto de la vergüenza y con el pacto comercial de la humillación, Trump consigue dejar al descubierto todas las debilidades de la UE.
La foto de la vergüenza es la de un puñado de líderes desventurados en el besamanos del Despacho Oval para hablar de Ucrania. Un presidente francés, Júpiter Macron, que no sirve ya de impulso hacia ninguna parte. Un líder alemán, Friedrich Merz, que a día de hoy representa al enfermo de Europa. Un secretario general de la OTAN, el holandés Mark Rutte, que tiene un máster en genuflexiones en Washington. Una primera ministra italiana, Giorgia Meloni, de la que sabemos que sabe poner caras raras y poco más. Y, sobre todo, una presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, que en su segundo mandato ha involucionado y nos está mostrando todas sus carencias.
Y llueve sobre mojado: llega tras una negociación humillante sobre comercio, en el campo de golf escocés de Trump, que entre partido y partido sacó tiempo para hacerse una foto con Von der Leyen con los pulgares en alto. “Es el mejor pacto que podemos conseguir”, dijo entonces la jefa del Ejecutivo europeo.
La traducción bíblica de esa frase funciona bien en gallego: “Mexan por nós e din que chove”. Con ella, Von der Leyen logra tocar con la punta de los dedos el cielorraso de la cúpula de su catedral de errores. Y no era fácil. En Ucrania ha logrado no pintar nada. En Gaza roza la negligencia y actúa más como una representante de la derechona alemana que como líder europea. El pacto es una suerte de rendición económica y política ante EE UU.
Ese acuerdo es tan embarazoso como fácil de explicar. Coincide con lo ya avanzado: el tipo arancelario medio se sitúa entre el 10% y el 14% tras aplicar alguna exención e incluye, además, compras multimillonarias de energía, chips y armamento estadounidense (extremo difícil de entender cuando Bruselas lleva años hablando de autonomía estratégica, pero vamos a dejarlo en este paréntesis estupefacto).
Su significado político es una especie de sainete trágico en tres actos. Uno: Europa presenta una hipótesis de partida equivocada, convencida de que Trump es el mismo que el del primer mandato. La UE cree que basta con ofrecer compras de gas y armamento para calmar a la bestia. Eso es no entender nada; Trump necesita los ingresos arancelarios para seguir bajando impuestos en su loca huida fiscal hacia adelante.
Dos: cuando, en abril, los mercados le pegan un susto a EE UU, la reacción europea es un “ya nos vendrán a mendigar”. Pero resulta que los mercados se han dado la vuelta y están en máximos, a pesar de los pesares.
Y tres: cuando toca negociar de veras, no hay consenso europeo para nada. Esa es una vieja historia. Porque cabía la posibilidad de poner sobre la mesa dos pistolas, las amenazas sobre los servicios digitales de EE UU y el instrumento anticoerción. Alemania dijo que de ninguna manera: el resultado es una bajada de pantalones del tamaño de la Estatua de la Libertad. China ha sabido jugar mejor esa mano saliendo a pelear. Pero Europa no tiene gran cosa para dar guerra.
Tres bochornosos actos
Y esa es la clave de bóveda del catedralicio error Von der Leyen, que sirve como coda de ese sainete trágico en tres bochornosos actos. La solidaridad europea es cíclica: a Europa le tocó ayudar a Alemania con la reunificación, y después a Alemania le tocó rescatar al Sur durante la Gran Recesión —con un egoísmo indigno de un hegemón, pero esa es otra historia— y de nuevo ahora le toca a Europa ayudar a Alemania, sumida en una crisis oceánica. Berlín necesitaba imperiosamente un acuerdo para proteger el superávit comercial de su industria madura. Eso requería ponerse a la defensiva. Y en esas condiciones, y con Macron convertido en un pato cojo, difícilmente Von der Leyen puede ponerse los guantes y aguantar las embestidas de Trump.
Ese es el contexto —el adorno secundario de la perspectiva— para entender la escenografía de esa foto vergonzosa y de ese acuerdo que hasta los más europeístas califican como el menos malo dentro de lo malo.
¿Con autonomía estratégica, con los deberes que pusieron Draghi y Letta hechos y con Alemania y Francia más fuertes habría salido otro acuerdo? Es difícil de decir, porque en el fondo, quizá Trump tenga un punto de razón: el abultado superávit comercial de la UE, que es el de Alemania y sus satélites, ha sido y es una fuente de desequilibrios. Ese neomercantilismo es una de las razones por las que Europa no es capaz de leer los cambios que se vienen sucediendo y que nos dejan en tierra de nadie. Sobre todo en el plano geopolítico, que es el que de veras cuenta hoy. A un lado, un viejo aliado ya no nos quiere. Al otro, una potencia emergente de la que no nos fiamos. Y en medio, Ursula Gertrud Von der Leyen y Bruselas, ese toro enamorado de la luna de Júpiter, esperando a los tártaros.